Niños que juegan a ser niños para olvidar la guerra
Chalecos en Lesbos/ Pedro Armestre Save the Children/ Pedro Armestre
Dicen que la isla de Lesbos atrapa, que una vez que has entrado en contacto con la tragedia que allí se consume todos los días, es imposible desprenderse de ella. Es cierto, pero no es sólo la tragedia de los refugiados lo que te persigue una vez dejada la isla. Son sus historias, sus miradas, sus sonrisas y sus lágrimas. Son esos abrazos, esas expresiones de amor entre los niños refugiados y sus padres y hermanos.
Es la dedicación de las decenas de voluntarios que les acogen con ropa caliente, comida, agua y unas palabras de ánimo, y que te hacen volver a creer en la humanidad. Pero son sobre todo las sonrisas de los niños, su increíble fuerza y valor en medio de esta tragedia humanitaria.
Lo primero que salta a la vista al llegar a Lesbos son las montañas de chalecos salvavidas naranjas, que salpican toda la línea de costa que desde el aeropuerto de la isla lleva a Mitilene, la capital.
Les acompañan las carcasas de los barcos, desde botes de goma a barcos de madera que yacen medio hundidos en la orilla. El primer impacto es desolador, los restos de lo que parecen miles de naufragios contrastan de manera brutal con el paisaje antes idílico de esta isla del Egeo.
Los primeros barcos atiborrados de refugiados no tardan en llegar. Se divisan desde lejos, en cuanto salen de la costa de Turquía, perfectamente visible a tan solo seis millas de distancia.
La mayoría son precarias lanchas de goma, en la que viajan entre 40 y 60 personas, y avanzan lentas, medio hundidas por el peso excesivo que transportan.
A menudo el motor se rompe y los refugiados pasan horas perdidos, a la deriva, en una travesía que con condiciones normales lleva entre una hora y una hora y media.
Cuando se acercan a la costa, son los voluntarios quienes acogen a los refugiados, dirigiendo los botes a sitios seguros para el desembarque y prestándoles los primeros auxilios.
Hay un contraste de emociones: la felicidad por pisar por fin territorio europeo se mezcla con las lágrimas de alivio por haber superado uno de los mayores peligros del viaje y de tristeza por las vidas que los refugiados han dejado atrás.
Duelen las lágrimas de esos padres que abrazan a sus hijos en la playa y se dan cuenta que han llegado a Grecia, que el mar no se ha tragado a sus criaturas.
Quienes asistimos a las llegadas sentimos una profunda tristeza y casi un sentimiento de culpa ante esas lágrimas, pensando en las tremendas dificultades que todavía les esperan en su camino hacia el norte de Europa.
Los niños bajan de los barcos asustados, empapados y temblando por el frío. A medida que se acerca el invierno las temperaturas son cada vez más bajas en la isla, por lo que cada día es más alto el riesgo de hipotermia y de que los niños mueran literalmente de frío.
Los más pequeños están en estado de shock, paralizados por el miedo: al auténtico terror que sienten durante la travesía, que a menudo ocurre de noche, sumidos en la oscuridad, se suma el tumulto del desembarco.
Los niños se encuentran rodeados por decenas de voluntarios, gente gritando, corriendo, que les cogen y les van pasando de los brazos de unos a otros, que les quitan los chalecos y los envuelven en mantas térmicas.
En medio de este caos, en muchas ocasiones los niños son separados de sus padres, durante minutos que se hacen eternos, lo que aumenta su estrés y su vulnerabilidad.
Solo cuando les vuelven por fin a encontrar sus caras asustadas se relajan.
Pero las separaciones no sólo se producen en las llegadas. En algunos casos los traficantes separan a las familias a la salida desde Turquía: hombres en un barco, mujeres y niños en otro. Es lo que le pasó a Sa’ad* un menor sirio de 17 años, que después de besar la playa de Lesbos empezó a ponerse nervioso, a temblar.
Entre lágrimas intentaba explicarme que su madre y su hermanito pequeño estaban en otro barco, que había salido más tarde y no llegaba. Intenté tranquilizarle y convencerle de que todo iría bien, que llegarían pronto, que los equipos de rescate ya habían salido a buscarle, pero solo creí en mis mismas palabras cuando le vi por fin abrazar a su hermano.
A veces los refugiados necesitan esto: un abrazo, unas palabras de consuelo y de ánimo. De repente están solos en el mundo, y una mano amiga significa todo para ellos.
El número de niños que llega a Grecia cruzando el mar desde Turquía es cada vez mayor. En uno de los barcos hemos llegado a contar hasta 25 niños. He tenido en brazos un bebé de tan solo cinco días mientras sus padres se quitaban los chalecos y recogían sus pocas pertenencias.
Algunos han nacido en el camino o en algún campo de refugiados en uno de los países vecinos de Siria, otros no han conocido otra cosa que la guerra.
Otros muchos, la mayoría chicos de entre 13 y 17 años, viajan solos, sin familiares que cuiden de ellos, e intentan pasar desapercibidos, confundiéndose entre el resto de refugiados que acaban de desembarcar.
Lo hacen para evitar la suerte que les toca a los menores no acompañados (MENA) en Grecia: la detención en unas instalaciones especiales dentro del campo de Moria, aislados, de las que no pueden salir y donde se acabarían sus proyectos de seguir con su viaje hacia el norte de Europa.
Algunos niños bajan de los botes abrazando sus osos de peluche, las niñas con sus mochilas de princesas, su mejor abrigo y las coletas adornadas con lazos de colores.
Otros llegan con sus cuadernos de deberes debajo del brazo, llamadas silenciosas a la normalidad que los niños buscan en medio de esta tragedia. Como Faris*, el niño sirio de ojos verdes, que al saludarle con la mano se me acercó y me miró fijamente durante un rato, mientras le preguntaba si le gustaba estudiar.
Al final, me regaló una sonrisa, y con los deditos fríos me apretó la mano que le ofrecía. Los niños refugiados solo quieren volver a ir a la escuela, ser algún día médicos, dentistas, maestras.
Al visitar más tarde los campos de refugiados de Kara Tepe y de Moria, encuentras a esos mismos niños que la noche anterior has visto llegar a la isla empapados, asustados, llorando de miedo y de frío.
Te los encuentras en los Espacios Seguros para la Infancia de Save the Children, jugando tranquilamente, dibujando, haciendo manualidades, sonriendo orgullosos de la mariposa que tienen pintada en la cara o de su disfraz de pirata. Y te sorprende y te llena de admiración la increíble fuerza de esos niños, que son capaces de reírse, bailar y cantar después de todo lo que han vivido.
Estos niños que han crecido en la guerra, que llevan años sin poder ir a la escuela o salir al patio a jugar con sus amigos, que han perdido a sus familiares, que en algunos casos aún presentan las heridas visibles de los bombardeos de los que han conseguido escapar.
Estos niños ahora solo quieren volver a ser niños, aunque sea solo por unas pocas horas, antes de que el viaje continúe. Y sus ganas de reír a pesar de las dificultades, son un ejemplo para los adultos, que desde varios puntos del campo les observan mientras juegan y bailan, con una sonrisa y quizás algo de envidia…
Quizás ellos también quisieran volver a ser niños por un momento, y olvidar el viaje, el miedo, la violencia que han dejado atrás. Recobrar fuerzas y energías antes de seguir en el camino hacia el norte de Europa y la nueva vida llena de interrogantes que les espera.
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